A continuación te relato lo que me ocurrió ayer por la mañana. Antes de que alguien suba un video a las redes, lo veás y me llamés a avisarme y a vacilarme, mejor leete lo siguiente y preparate para reír o llorar.
Me dirigía con Brenda hacia San José, y desgraciadamente llevaba cierta prisa dado que ella debía tomar el bus hacia Guápiles, por la carretera que recién a primera hora habían abierto después de estar bloqueada dos días por derrumbes. Su madre está enferma y ella iba a acompañarla y cuidarla. El clima gris y el anuncio de una nueva onda tropical auguraban que si nos retrasábamos existiría la posibilidad de que el camino se cerrara de nuevo y el viaje hacia el Atlántico sería mucho más agobiante y peligroso. Los días que la carretera alterna ha sido la que atraviesa Cartago, han convertido en un caos la vieja metrópoli, y hoy tomé la desafortunada decisión de atravesar la ciudad por la llamada avenida del comercio, la que pasa al sur del mercado municipal. En días pasados esa calle no estuvo tan congestionada como hoy y por eso por ahí me mandé. Fue un congestionamiento normal como de doscientos metros desde la esquina de Malued, hasta el mercado. Cuando logré llegar y pasar el semáforo de la McDonalds diagonal al mercado, quedé detrás de un destartalado Hyundai que con toda la cáscara del mundo paró junto a un chancero y se puso a comprar lotería bloqueando el paso. Después de los diez segundos de paciencia que a esta edad me manejo, le pegué tres pitazos y el cólico color morado ni se movió. Un momento y unos pitazos más adelante avanzó lentamente hasta que el siguiente semáforo se puso en rojo. Sobra decir, para los que conocen cualquier ciudad de este estreñido país, que al haber carros parqueados a ambos lados de la calle el único paso de avance es el de un imaginario carril central que en su magnanimidad otorgan todos los miserables que se parquean donde no deben. Por esto el sarandajo que estaba delante de mí no me permitía ninguna otra movilidad que la de mi mandíbula para maldecir a todos sus antepasados.
Un detalle importante que he omitido mencionar, es que la pantufla morada que iba delante, tenía una calcomanía con el logotipo universal de las personas con discapacidad. En esos momentos, yo ya estaba seguro de que la discapacidad que alardeaba era definitivamente mental y social. Igual mi descontento, aunque contenido por esta circunstancia, crecía más y más.
Después de otros tres pitazos que le brindé cuando se mantuvo quieto bajo el semáforo en verde, sucedió lo que ya tenía previsto: mi amigo el conductor de adelante, bajó de su carro. Se trataba de un sujeto de unos 60 años bien maltratados al que le faltaba su brazo izquierdo desde el hombro. Muy agresivo se acercó a gritarme que de qué se trataba la pitadera, que si acaso me precisaba avanzar. En realidad no le puse mucha atención a lo que dijo porque al mismo tiempo luchaba por controlar mi cólera en vista de que no sería buena idea enfrentarse a un casi adulto mayor que para colmos tenía una discapacidad. Pero el tipo hacía gala de su vocabulario de como cincuenta palabras casi todas altisonantes a grito pelado. Le dije en el mismo tono poco tranquilizador con el que me hablaba que no solo me estaba estorbando a mí, si no a como trescientos metros de carros y que lo que quedaba de calle no era para que se detuviera a comprar lotería. Más o menos lo mismo pero en otras palabras más de usar al frente del mercado de Cartago una mañana entre semana.
El sujeto retornó a su cólico ambulante y pensé que ahí acababa el asunto, pero no. Del espacio para poner chunches en la puerta del conductor, sacó un cuchillo de cocina de los baratos y que de ser usados para fines bélicos, pueden ser letales por la infección que produciría su corte. En seguida cerré mi ventana y calculé como proceder. Digamos que el patán ahora con un arma en su única mano podría ser un objetivo más equilibrado y sin desventaja para enfrentar, podría abrir la puerta de golpe empujándolo mientras me maldecía y darle una sola patada que, aprovechando su desventaja simétrica, podría mandarlo al suelo. Pero también pensé que si el incompleto ese al caer se reventaba la coca contra el borde del caño, y se iba al infierno de los mancos, a mí me caerían de forma gratuita bastantes problemas con la ley. En ese momento eso y eso nada más, es lo que me dio miedo. Comprendí que había dominado la bestia furiosa que los ticos tienen dentro y que evitaba el conflicto para evitar mayores consecuencias. O sería tal vez que no quería brindar un show gratuito a toda la barra de mercado, que imagino estaba contemplando la situación, pero que no determiné por estar concentrado en los movimientos de mi seccionado antagonista. Mientras mezclaba estos pensamientos con la cólera de tener que aguantar la situación, el quince uñas de afuera golpeó con bastante fuerza el vidrio de la ventana lateral de mi carro. Entre el instante en que sentí el fuerte impacto y cuando verifiqué que al vidrio no le había pasado absolutamente nada, me pasaron tremendos impulsos de destrucción masiva y exterminio hacia lo que se moviera fuera del carro. Sentí que Brenda me aflojó la mano que hace rato me sujetaba la muñeca y por un momento pensé que sería ella era la que se bajaría del carro para ajusticiar al desquiciado atravesado.
Pero después de esto el tipo regresó a su inodoro ambulante y se largó. Lo único que me pasó por la mente era un episodio de South Park en el que dos chicos discapacitados peleaban y el cabrón de Cartman gritaba ¨¡pelea de discapacitados!!!¨
Pasado el incidente y el mal sabor de un colerón no desahogado, algo he reflexionado al respecto. Ya todos sabemos que las calles son una olla de presión y lo mejor es andar con cuidado porque hay mucho idiota suelto que no sabe manejar su frustración y revienta con un poquito de temperatura adicional. A las calles se les llama vías públicas porque son de todos, no las han privatizado aún, bueno ya tenemos el primer ejemplo con la ruta 27, pero ese es otro tema. Las calles de siempre tenemos que usarlas todos, desde el narco que se compra un Lamborghini y lo pone a nombre de una empresa inmobiliaria para lavar las ganancias, hasta los gajos de los piratas que transportan los paquetes que generan esas ganancias de un punto a otro del país bajo las narices de un poder judicial distraído en contar dineritos que les llegan de forma misteriosa. Las usan los trabajadores y los estudiantes en los autobuses de empresas millonarias que se resisten a dar un buen servicio y bajar sus tarifas, así como los desempleados que cansados de buscar infructuosamente empleo, se dedican al transporte informal y el gobierno les considera emprendedores exitosos para disimular los índices de desempleo. Todos usamos las calles y debemos compartirlas con nuestros semejantes. Por eso, alguien que de forma irresponsable entorpece el paso de sus colegas conductores por un capricho que puede ser desde comprar chances, hasta detenerse frente un negocio cerrando el paso porque no sabe parquear en reversa (si alguien conoce la soda el Patty en Limón, sabrá de qué les hablo), ese alguien manifiesta con esa acción su desprecio por los demás y deja en evidencia su calidad como ser humano.
El egoísmo lleva a cualquier sociedad a un régimen de miseria y opresión, porque si se da más importancia a la comodidad y la ventaja individual, por encima de la del colectivo, su grupo humano será fácilmente aplastado por otro grupo humano con más recursos y mejor organizado. La falta de consideración para con los demás que comparten la carretera, es equivalente a la falta de consideración con los de su misma clase. Los individuos que presentan este comportamiento, son en definitiva, ejemplos del éxito en el proceso de desmontaje de la educación y la cultura de nuestro pueblo, que han realizado los oligarcas en el poder con el fin de convertirnos en un pueblo sin historia, sin identidad y por consiguiente, fácil de dominar.
Así, mi antagonista de vía pública de esa mañana, llamémosle el señor Quince Uñas, es al fin y al cabo un ejemplo de cómo un país se va democráticamente a la mierda. Tal vez la intimidación pública que me propinó le haya traído un poco de simiesca alegría en su miserable existencia, a pesar de que comprobó que los vidrios de los carros no ser rompen de un puñetazo como en las películas y cuando salga en su carrito morado a correr las calles que según él posee, se percate de su idiotez por el dolor y la hinchazón de su única mano.